sábado, 26 de marzo de 2011

Capítulo 4

Se acostó con Sergio en la cabeza, su sonrisa, sus palabras, ese guiño que tal vez fuera más que eso. Cada día le caía mejor, y sólo llevaban tres juntos. Sus almas, ambas atormentadas por los reveses de sus vidas, se entrelazaban en un hilo que cada vez era más difícil deshacer. Pensó que, si alguna vez tenía que irse cualquiera de los dos, les iba a resultar horrible separarse del otro.
Con estos pensamientos se metió en la cama. Estaba tan cansada que sólo quería dormirse enseguida.
Le resultó imposible.
Esta vez era su padre el que tenía pesadillas. Se sentó en la cama y apretó un cojín contra su pecho. El sentimiento de angustia y de opresión comenzó antes de lo que tenía previsto y la cogió casi por sorpresa. No tardó en cubrirse de sudor frío y jadear.
Después de tantos años sufriendo las pesadillas de los demás -que para ella eran más que sueños, pues no se desvanecían con la llegada de la mañana-, estaba entrenada para no gritar de miedo. Apretaba los dientes y se obligaba a pensar en que sólo era un sueño más. Este pensamiento era un resquicio de luz en medio de la oscuridad y la ayudaba más de lo que pensaba.
Se veía en un laberinto. Corría más y más para escapar, pero no recorría más que unos milímetros cada paso. Algo muy grande se precipitaba tras ella. Afortunadamente, su padre se despertó de golpe y la pesadilla se evaporó. Respiró agitadamente durante algunos segundos. Cuando se calmó, dio media vuelta y se quedó dormida.
Soñó con una casa. Era muy grande, vacía, pero no abandonada. Difícil de describir. Las paredes eran blancas y había muchas escaleras y recovecos. En el sueño, Victoria subió diez escalones -tuvo la certeza de que eran diez, sin saber por qué- y desembocó en una gran terraza. Era gigantesca, del tamaño de una habitación común, con suelo de parqué y una barandilla blanca. No había absolutamente nada en la terraza, pero soplaba el viento con fuerza y el sol lucía en el cielo. Se acercó al borde de la barandilla, para ver lo que había más allá. Se asomó con precaución. Debajo de ella descubrió el océano, con olas picadas y blancas de espuma. Aspiró profundamente el olor a sal y deseó sumergirse en el agua. De repente se sintió caer y algunos segundos después el frío inundó su mente. Braceó desesperadamente en un universo acuático oscuro, intentando salir a la superficie.
Se despertó con un grito. Le dio una patada a las sábanas y, temblando, cayó de la cama. Se levantó con cuidado y recordó lo que había ocurrido.
Después de vivir una pesadilla, se había dormido y había soñado con aquella gran casa. Este último sueño la había trastornado. ¿El porqué? Lo ignoraba.
Marchó para el instituto pensando en el sueño. Casi podía considerarlo una pesadilla, porque la habían tirado desde la terraza. Por no hablar de los sentimientos de miedo y de angustia que había experimentado al caer. El corazón aún le palpitaba enloquecido al recordarlo.
Sergio ya estaba en clase cuando ella llegó. Le sonrió. La tutora lo había sentado a su lado y se pasaron las clases hablando y riéndose. Los demás compañeros los miraban con cara rara porque ella jamás había mostrado ningún interés en ellos. Y de repente llegaba un chico que, aparte de ser guapo e inteligente, se llevaba muy bien con todo el mundo.
Cuando acabó la última clase y el timbre puso fin a la jornada, Sergio la cogió de la mano para evitar que se fuera enseguida. Su corazón palpitó con fuerza.
-¿Qué haces el viernes por la noche? -le preguntó él. Y le sonrió.

domingo, 20 de marzo de 2011

Capítulo 3.

Por la mañana, después de una noche reparadora, su padre tenía un mal día. La insultó, criticó su modo de hacer las cosas, rompió un plato y, por lo demás, se quejó de todo y refunfuñó. Victoria suspiró cuando tuvo que recoger los trozos del plato, pero en el fondo se alegró de que sólo hiciera eso. Una vez, cuando era pequeña, le tiró sin querer sopa -que además estaba fría, así que ni siquiera se quemó- en los pantalones. Se enfadó tanto que le pegó una bofetada. Ese día, maduró como nunca antes lo había hecho y descubrió la clase de hombre que era su padre.
Se marchó enseguida al instituto. No quería seguir aguantando sus tonterías. Se encontró con Sergio a la entrada del centro y, cuando la miró, ella se sintió nadar de nuevo entre las olas de su profunda mirada. Apartó la vista, incómoda.
-Hola -saludó él.
-Hola.
-Otro día aburrido, ¿eh?
-Sí...
-...
-Pues...
-¿Y si nos escapamos?
-¿Cómo?
-Lo que has oído -Sergio sonrió y le salió un hoyuelo en la mejilla-. Vámonos juntos. Total, no vamos a aprender nada.
-Pero ¿y si nos pillan? -se asustó ella. No tanto por el castigo que les impondrían en el instituto, sino por la bronca que le echaría su padre.
-No seas miedica.
Ella, la chica obediente y que jamás hacía nada fuera de lo correcto, siguió al chico nuevo y al parecer rebelde. 
Curioso.
Fueron a la playa. Las dunas los aislarían de las miradas de las personas del paseo. Se sentaron en la arena, dejando las mochilas por ahí, y comenzaron a hablar.
-Cuéntame algo de ti -pidió ella.
-Bueno, no hay mucho que pueda decir. He vivido siempre aquí, en el seno de una familia con ocho hijos. Soy el menor de todos ellos, cinco años más pequeño que el menor de los otros, y tal vez por eso -o tal vez no- mis padres pasan mucho de mí. Desde que era pequeño.
-Debió de ser muy duro -musitó ella.
-Lo fue. Además tengo un cociente intelectual de 170 -dijo, sonriendo avergonzado-. Jamás se lo había dicho a nadie, pero contigo es distinto. Me siento como si fuéramos amigos de toda la vida.
El silencio se adueñó del lugar. Una pieza se encajaba en el puzzle.
-Ahora háblame de ti -pidió Sergio.
Un pastor alemán corría y saltaba cien metros más allá. Victoria fijó en él la vista mientras contestaba.
-Pues, la verdad, la vida junto a mi padre no es feliz -podría haber dicho alguna mentira, como a todos, pero por alguna razón, no lo hizo. Decidió sincerarse, liberarse-. Ni siquiera agradable. Sabes, a veces pienso que llegué a sus manos por equivocación. Que no sea hija suya natural, vaya. Es como medio bipolar, a veces puede estar completamente feliz y relajado y al minuto siguiente gritándote por poner un canal que no le gusta -se mordió el labio, disgustada-. Yo me refugio leyendo, escribiendo, incluso componiendo música. ¿Tú?
-Lo mismo -respondió Sergio con una sonrisa.
Ella jamás le había contado sus secretos a nadie, y el segundo día en su compañía, se sinceraba y descubría que se sentía bien haciéndolo.  
-Mi cociente intelectual es de 170 también -añadió-. No se lo he dicho a nadie. No quiero ir un curso por encima, porque ya soporto bastante humillación ahora como para que me echen más mierda por encima.
-Te entiendo. Yo tampoco lo he dicho, pero no me importa comportarme como un lumbreras en clase. Prefiero que piensen que estudio a que soy un imbécil con el cerebro podrido. ¿No crees?
Ella coincidió.
Transcurrió la mañana y los dos se conocieron uno al otro con mayor profundidad de la que cabría esperar. Ambos compartían muchas cosas en común y se deleitaron escuchando las opiniones del otro sobre esto y aquello. Cuando llegaron las dos y diez y Victoria tuvo que irse, se sintió vacía al no tener con quien hablar de camino a casa.
Y era muy extraño.
Porque ella jamás se sentía sola.

jueves, 17 de marzo de 2011

Capítulo 2.

Llegó a casa muy pronto. Su padre aún no había llegado. Se alegró. Dejó la mochila, entró en el baño, se duchó, se puso el pijama, se secó el pelo y salió. Luego preparó la cena. Casi siempre hacía eso. Sólo si su padre no estaba ya en casa, porque entonces tenía que prepararle la cena de inmediato. Y ducharse por la mañana.
Hizo los deberes. Siempre los hacía, porque quería que los profesores pensaran que era una chica trabajadora y obediente. Se sabía incapaz de meterse en ese papel, y no porque fuera desobediente -de hecho tenía la vena rebelde sofocada por tanto tiempo a merced de su padre-. Más bien porque ella era más inteligente que trabajadora. A veces pensaba que su inteligencia anormal solucionaría su vida.
Soñaba con escapar. Quería viajar, ver mundo, probarlo todo, y sus condiciones no se lo permitían. Su padre jamás dejaría marchar por las buenas a su, ejem, hija. Ni siquiera estaba segura de que fuera su padre de verdad. Aparte de su inteligencia, estaba dotada de una gran flexibilidad y procuraba mantenerse siempre en forma. Lo negaba, pero en el fondo de su ser sabía que en el fondo acabaría escapándose, y que se estaba preparando para ello.
Aquella tarde, después de hacer los deberes, no puso música como de costumbre. Se sentó en el sofá y puso sus neuronas a trabajar. Pensaba en Sergio, el extraño chico nuevo que, a lo largo de la mañana, había demostrado tener una inteligencia al menos fuera de lo común. Y además, le había transmitido aquella extraña sensación de ser iguales, de que él no era como los demás. Y más allá de eso, Victoria había percibido que él tenía un secreto que ocultar.
Igual que ella.
Sergio le había caído bien y se prometió hablar más con él para intentar averiguar algo más.
Nunca se le había dado bien hablar con las personas. De hecho no tenía amigos porque era muy tímida y, además, especialmente los de su clase, los adolescentes que tenía por compañeros no le gustaban. Le parecían tan... buf, ni siquiera sabía describirlos. Todos los días, sin excepción, cazaba a varios de sus compañeros de clase mirándola y cuchicheando.
Su hilo de pensamientos se cortó bruscamente cuando escuchó abrirse la puerta de la calle. Su padre regresaba a casa. Se asustó. No sabía que era tan tarde. Corrió a la cocina, sacó una sartén y echó aceite.
-¡Hola, Victoria! -escuchó decir a su padre desde el recibidor.
-Hola, papá -intentó controlar el miedo en su voz-; la cena está casi lista. Ve yendo al salón y enseguida la llevo.
Él se sentó en su sillón mientras ella preparaba a todo correr una ensalada y unos filetes. Lo puso todo en una bandeja y se lo llevó.
Cenaron en silencio, viendo el partido del Real Madrid. Su padre era muy madridista, jamás se perdía un partido de su equipo. A ella le gustaba el fútbol, verlo, jugarlo, pero no era de ningún equipo en especial. Se limitó a ver las jugadas y se resistió a pensar en Sergio.
Por lo menos, la noche fue tranquila. Ni el vecino, ni su padre, ni cualquier otra persona que estuviera a su alrededor tuvo pesadillas y ella recuperó la noche de sueño perdida, sin tener que preocuparse por vivir las pesadillas de los demás y no sus sueños.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Capítulo 1.

Aquella noche no pudo dormir.
De nuevo su vecino tenía pesadillas.
Era uno de los más comunes: el hombre se ahogaba en el río.
Respiraba con dificultad; despierta en la cama, sudaba y le dolía el pecho. Dos puntos negros se extendían lentamente ante sus ojos y sentía frío por todo el cuerpo. Se abrazó las rodillas, aterrada. Sabía cómo acababa la pesadilla, pero en ese instante no era capaz de recordar nada, sólo podía pensar que se estaba ahogando. A sus pies, la gata dormía plácidamente. La envidió.
Cuando el aire apenas llegaba a sus pulmones, el pecho parecía a punto de estallarle y ya no veía nada, aquello acabó.
El aire llenó sus pulmones, trasportando vida de nuevo; los puntos negros volvieron a dejarle ver el mundo y otra vez se halló sobre su cama. Se levantó, se pasó una mano por el pelo, entró en el servicio, se mojó y volvió a salir. Las piernas aún le temblaban y las lágrimas resbalaban de sus ojos. Volvió a meterse en la cama. Poco a poco fue calmándose y, cuando su vecino logró dormirse y tuvo sueños agradables, ella por fin pudo tener los suyos.
Se despertó, como siempre, con la llegada del amanecer. Jamás dormía con las persianas bajadas, porque cuando vivía en la otra casa había alguien en el edificio que tenía un miedo cerval a la oscuridad. Y ella, al leer sus pesadillas, cogió miedo a la penumbra. Se levantó, se vistió maquinalmente y se dirigió a la cocina, como de costumbre. Preparó el desayuno con gestos mecánicos. Su padre aún tardaría unos veinte minutos en despertarse y todo debía estar preparado. O se enfadaría y las paredes temblarían. Puso la mesa, sirvió el café, llevó las tostadas y la mermelada y lo dispuso todo.
Su padre se levantó un poco más tarde y se sentó a la mesa. Estaba de buen humor. Le dio los buenos días y ella se relajó; iba a tener un día tranquilo. O eso esperaba.
Se fue a clase. Siempre llegaba antes de tiempo porque así pasaba el menos tiempo posible con su padre. Le mentía diciéndole que tenía exámenes o cualquier otra cosa, y así podía irse a las ocho de casa. Total, toda una vida levantándose pronto, ya estaba acostumbrada a hacer las cosas con tiempo. En el aula se sentaba atrás del todo. El tutor la había puesto allí porque prefería tener delante a los malos alumnos y ella no tenía ninguna dificultad para estudiar. De hecho pocas veces estudiaba. Eran aún las ocho y cuarto. Se puso los cascos, empezó a escuchar Claro de luna y se entretuvo resolviendo ecuaciones de quinto grado. Tenía catorce, estaba en segundo de la ESO, se suponía que aún no las había aprendido, pero no le eran difíciles.
Un chico entró en la clase, pero ella no se dio cuenta. Había una ecuación más difícil en la que estaba inmersa. De repente notó un golpecito en el hombro. Se quitó uno de los auriculares, se giró y se encontró con el desconocido.
-Hola, hola -la llamó sonriendo-. Llevo un rato intentando hablar contigo.
-Lo siento -dijo, recogiendo con rapidez las hojas en las que estaban apuntadas las ecuaciones.
Él las vio. Cogió una, en la que estaba la ecuación que todavía no había resuelto, y la miró.
Ella sintió que se ponía roja.
-Espero que no estéis dando ecuaciones de sexto grado -dijo él.
-Aún no hemos llegado a las de tercer grado -replicó ella.
Intentó apoderarse de la hoja, pero el chico la puso lejos de su alcance. Cogió un bolígrafo, se apoyó en la mesa y resolvió con rapidez la ecuación.
-Te fallaba esto -dijo señalando un número.
-Me habría dado cuenta -contestó ella. Todavía no le había mirado. Al menos no directamente.
-Soy Sergio -se presentó.
-Victoria.
Entonces él la forzó a mirarle. Ella terminó por hacerlo. Se sumergió en una marea que la zarandeó de un lado a otro, la invitó a bucear en sus ojos y nadar en sus aguas. Cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo él ya no la miraba, y se alegró.
A pesar de sus ojos peligrosamente azules y perturbadores, no era feo. Tampoco era el típico guaperas musculitos que sorprende a todos si sabe sumar uno más uno. Le gustó, pero no le agradó que se inmiscuyera en sus asuntos y que le resolviera la ecuación. Como tampoco era una persona muy orgullosa, a los pocos segundos lo olvidó.
Le sorprendió que supiera resolver la ecuación. En su clase, que supiera, sólo lo hacía ella, porque el resto de su clase eran un rebaño de cabezas huecas. Y sin exagerar.
Suspiró, se quitó los auriculares cuando el timbre inició la clase, abrió el libro de lengua, observó a sus compañeros entrar en el aula y se dejó llevar. Se repartieron las fotocopias, leyeron el texto del día, y como siempre, la profesora se enfadó. Llamó a la clase maleducados y soltó un par de tacos, pero poco más.
-Eh -la llamó Sergio-. ¿No te aburres?
-¿Y tú que crees? -le respondió con sarcasmo. Ni siquiera lo miró.
-Oye. Eres más lista que los demás... ¿no?
-Sí.
Nunca lo había confesado en alto, no con tanta claridad. Lo sabía desde siempre. Cuando sus compañeros estaban empezando a leer frases cortas ella ya leía textos con soltura. No tenía el menor problema en hacer los problemas de matemáticas... Decirlo en voz alta, confirmar lo que ya sabía, no hizo sino darle más confianza. Se puso recta en el asiento y lo miró.
-Yo también -dijo Sergio.
Ambos sintieron que eran tal para cual, dos almas iguales en dos cuerpos diferentes. Dos personalidades similares y diferentes. La realidad los golpeó. Victoria fue la primera en apartar la vista, agotada de la montaña rusa emocional.
Cuando acabó la clase y tuvieron que bajar a gimnasia, Sergio le guiñó un ojo y le sonrió.
Ella no supo qué pensar.