domingo, 20 de marzo de 2011

Capítulo 3.

Por la mañana, después de una noche reparadora, su padre tenía un mal día. La insultó, criticó su modo de hacer las cosas, rompió un plato y, por lo demás, se quejó de todo y refunfuñó. Victoria suspiró cuando tuvo que recoger los trozos del plato, pero en el fondo se alegró de que sólo hiciera eso. Una vez, cuando era pequeña, le tiró sin querer sopa -que además estaba fría, así que ni siquiera se quemó- en los pantalones. Se enfadó tanto que le pegó una bofetada. Ese día, maduró como nunca antes lo había hecho y descubrió la clase de hombre que era su padre.
Se marchó enseguida al instituto. No quería seguir aguantando sus tonterías. Se encontró con Sergio a la entrada del centro y, cuando la miró, ella se sintió nadar de nuevo entre las olas de su profunda mirada. Apartó la vista, incómoda.
-Hola -saludó él.
-Hola.
-Otro día aburrido, ¿eh?
-Sí...
-...
-Pues...
-¿Y si nos escapamos?
-¿Cómo?
-Lo que has oído -Sergio sonrió y le salió un hoyuelo en la mejilla-. Vámonos juntos. Total, no vamos a aprender nada.
-Pero ¿y si nos pillan? -se asustó ella. No tanto por el castigo que les impondrían en el instituto, sino por la bronca que le echaría su padre.
-No seas miedica.
Ella, la chica obediente y que jamás hacía nada fuera de lo correcto, siguió al chico nuevo y al parecer rebelde. 
Curioso.
Fueron a la playa. Las dunas los aislarían de las miradas de las personas del paseo. Se sentaron en la arena, dejando las mochilas por ahí, y comenzaron a hablar.
-Cuéntame algo de ti -pidió ella.
-Bueno, no hay mucho que pueda decir. He vivido siempre aquí, en el seno de una familia con ocho hijos. Soy el menor de todos ellos, cinco años más pequeño que el menor de los otros, y tal vez por eso -o tal vez no- mis padres pasan mucho de mí. Desde que era pequeño.
-Debió de ser muy duro -musitó ella.
-Lo fue. Además tengo un cociente intelectual de 170 -dijo, sonriendo avergonzado-. Jamás se lo había dicho a nadie, pero contigo es distinto. Me siento como si fuéramos amigos de toda la vida.
El silencio se adueñó del lugar. Una pieza se encajaba en el puzzle.
-Ahora háblame de ti -pidió Sergio.
Un pastor alemán corría y saltaba cien metros más allá. Victoria fijó en él la vista mientras contestaba.
-Pues, la verdad, la vida junto a mi padre no es feliz -podría haber dicho alguna mentira, como a todos, pero por alguna razón, no lo hizo. Decidió sincerarse, liberarse-. Ni siquiera agradable. Sabes, a veces pienso que llegué a sus manos por equivocación. Que no sea hija suya natural, vaya. Es como medio bipolar, a veces puede estar completamente feliz y relajado y al minuto siguiente gritándote por poner un canal que no le gusta -se mordió el labio, disgustada-. Yo me refugio leyendo, escribiendo, incluso componiendo música. ¿Tú?
-Lo mismo -respondió Sergio con una sonrisa.
Ella jamás le había contado sus secretos a nadie, y el segundo día en su compañía, se sinceraba y descubría que se sentía bien haciéndolo.  
-Mi cociente intelectual es de 170 también -añadió-. No se lo he dicho a nadie. No quiero ir un curso por encima, porque ya soporto bastante humillación ahora como para que me echen más mierda por encima.
-Te entiendo. Yo tampoco lo he dicho, pero no me importa comportarme como un lumbreras en clase. Prefiero que piensen que estudio a que soy un imbécil con el cerebro podrido. ¿No crees?
Ella coincidió.
Transcurrió la mañana y los dos se conocieron uno al otro con mayor profundidad de la que cabría esperar. Ambos compartían muchas cosas en común y se deleitaron escuchando las opiniones del otro sobre esto y aquello. Cuando llegaron las dos y diez y Victoria tuvo que irse, se sintió vacía al no tener con quien hablar de camino a casa.
Y era muy extraño.
Porque ella jamás se sentía sola.

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